Ante la intensa oleada de declaraciones, opiniones, quejas, propuestas y demás señalamientos en torno a la corrupción y el incipiente Sistema Nacional Anticorrupción, una cosa queda clara: la necesidad de su replanteamiento.
Uno de los fenómenos sociales que más ha causado revuelo en la comunidad jurídica, política y académica, ha sido la corrupción. Opiniones van y vienen en torno a este flagelo que, aunque se trate de un fenómeno con antecedentes en la antigüedad, lo cierto es que, en México, adquirió mayor resonancia durante las últimas tres décadas.
El señalamiento de que existe la corrupción ha sido tan sofocante que su alegato existencial ha pasado a segundo término, puesto que ahora de lo que se trata es encontrarle soluciones a la problemática, a través de mecanismos o instrumentos institucionales idóneos para, en el mejor de los casos, mitigar sus efectos perjudiciales tanto para la ciudadanía en lo individual como para el desarrollo nacional.
El primer paso para la comprensión de los graves efectos de la corrupción es, sin duda, conocer de qué estamos hablando, es decir, a qué nos referimos cuando se habla de corrupción. Para ampliar la información al respecto, nos remitimos a un modesto ejercicio de reflexión académica sobre este concepto[1] en el que, grosso modo, analizamos la compleja dificultad que representa intentar establecer una definición lo más clara y completa posible. Ante esta situación ‒en dicho estudio‒ presentamos algunas clasificaciones en torno al concepto de corrupción, procurando con ello dejar lo más claro posible su concepción.
Un segundo momento en el estudio de este fenómeno, nos conduce a reflexionar sobre el mecanismo institucional creado para su atención y que, en diversos espacios políticos, académicos y profesionales, se ha convertido en el tema de “moda”: el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).
Se trata de un sistema que sustenta su naturaleza jurídica en el artículo 113 de nuestra Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en donde dispone: “es la instancia de coordinación entre las autoridades de todos los órdenes de gobierno competentes en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción, así como en la fiscalización y control de recursos públicos. Para el cumplimiento de su objeto se sujetará a las siguientes bases mínimas”.
“El éxito en la implementación del SNA dependerá de las políticas públicas adoptadas, sin embargo, éstas deberán encontrarse articuladas con la realidad social, política, económica y jurídica, concretamente se trata de enfocar los esfuerzos hacia una cultura de la legalidad.”
Las bases mínimas a que se refiere el texto constitucional establecen, entre otros aspectos, la integración y funcionamiento del SNA por: I. Un Comité Coordinador (compuesto por seis servidores públicos representantes de diversas dependencias y organismos, y un representante del Comité de Participación Ciudadana); II. El Comité de Participación Ciudadana (integrado por cinco personalidades destacadas en la materia). Asimismo, se dispone la obligación para que todas las entidades federativas del país establezcan sus Sistemas Locales Anticorrupción,[2] con el mismo objetivo primario, coordinar a las autoridades locales en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y de hechos de corrupción.
Sin embargo, la problemática en la atención de la corrupción no se reduce al establecimiento de diseños normativos que, a su vez, den origen a mecanismos como el SNA del que mucho se habla, pero poco se logra entender. En realidad, estos diseños jurídicos adquieren vigencia si son eficaces a través de su implementación.
La reforma constitucional de 2015 generó la emisión de diversos ordenamientos secundarios necesarios para su implementación, tales como: la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción; la Ley General de Responsabilidades Administrativas; la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa; la Ley de Fiscalización y Rendición de Cuentas de la Federación, entre otras.
Pero con todo y esa regulación ¿cómo evaluar la eficacia del SNA si, a más de tres años de su incorporación al texto constitucional,[3] no se han efectuado los nombramientos clave como el del Fiscal Especializado en Materia de Delitos Relacionados con Hechos de Corrupción, y el de los 18 magistrados anticorrupción del Tribunal Federal de Justicia Administrativa, ordenados en la propia Constitución Federal? Imposible. Por ahora tendremos que esperar a que estas designaciones lleguen a buen puerto.
Mientras tanto, vale considerar que la norma constitucional y legislación secundaria respectivas establecen un complejo sistema de responsabilidades cuyo objeto ha quedado de manifiesto y que se reduce al cumplimiento de los siguientes componentes: prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción.
No obstante, una revisión efectuada a la luz de la legislación citada nos hace caer en la cuenta de al menos tres aspectos que debemos resaltar en los siguientes términos: 1. La eficacia del SNA dependerá en absoluto de las políticas públicas implementadas, es decir, de las acciones adoptadas para la atención de la problemática concreta, la corrupción; 2. Las políticas públicas no pueden encausarse única y exclusivamente hacia el desarrollo de medidas para atender las consecuencias de la corrupción; y 3. La prevención como un factor integrado al objetivo de la reforma constitucional en la materia no debe constreñirse a la adopción de políticas públicas limitadas al desarrollo de códigos de ética o de integridad, públicos o privados, o acciones tendentes a privilegiar un enfoque de igualdad de oportunidades en el servicio público.
El éxito en la implementación del SNA dependerá de las políticas públicas adoptadas, sin embargo, éstas deberán encontrarse articuladas con la realidad social, política, económica y jurídica, concretamente se trata de enfocar los esfuerzos hacia una cultura de la legalidad. Lo que no se atiende si ponemos en el centro de estas políticas sólo los aspectos consecuenciales de la corrupción.
Un enfoque dirigido –como se ha visto– sólo a los factores vinculados con las conductas de los servidores públicos y, en algunos casos, con particulares, supone la existencia de relaciones y acuerdos entre personas mayores de edad. Es decir, asumimos con ello –desde un inicio– una postura reactiva en relación con los efectos de las conductas realizadas especialmente por personas mayores de edad y en el ámbito de la función pública.
La revisión efectuada a la legislación vigente en la materia posee ese matiz tendente –en mayor grado– al ámbito de la detección y castigo de conductas corruptas, no obstante que la disposición constitucional establece el factor de prevención como uno de los componentes para la implementación del SNA.
De tal forma que la prevención de la corrupción puede verse desde dos dimensiones: 1. Como un derecho humano al disfrute de un entorno de paz, seguridad, estabilidad y desarrollo personal, familiar y social, libre de corrupción, lo que de ninguna forma se encuentra limitado al cumplimiento de una mayoría de edad (18 años), ni a poseer el carácter de servidor público; y 2. Como un elemento subjetivo, propio de la norma jurídica, que tiene por objeto establecer o propiciar los mecanismos institucionales para evitar que se actualicen o configuren los actos o conductas corruptas descritas en la legislación.
En este sentido, los alcances de la prevención pueden conducirnos a delimitar acciones o políticas públicas dirigidas a la población menor de edad como niñas, niños y adolescentes, quienes desde el ámbito de la educación desarrollan sus capacidades y habilidades, principios y valores, que en el futuro inmediato conforman los fundamentos de la integridad personal que tanto se desea en el servidor público.
El fortalecimiento de los procesos educativos de formación y desarrollo en materia de integridad lato sensu debe ser una tarea fundamental y prioritaria en el diseño de políticas públicas de largo alcance, especialmente en el terreno de la educación básica y media superior, donde se encuentran formando las futuras generaciones de servidores públicos, funcionarios, empresarios y en general ciudadanos que, día a día, convergerán en un sinfín de relaciones gubernamentales y particulares, derivadas de la prestación de servicios públicos y privados.
Con la reforma constitucional del 10 de junio de 2011 en materia de derechos humanos, se incorporó al texto constitucional, entre otras, la obligación del Estado de garantizar el desarrollo armónico de todas las facultades del ser humano y fomentar el respeto a los derechos humanos.[4] De tal suerte que el derecho al pleno desarrollo de la personalidad se encuentra vinculado con el derecho al disfrute de una vida libre de corrupción, una sana gestión administrativa gubernamental y, por tanto, sin obstáculos que imposibiliten el ejercicio del resto de los derechos humanos.
La Convención sobre los Derechos del Niño, instrumento internacional de derechos humanos, del que México es parte, en su artículo 29 establece –en términos generales– las condiciones bajo las cuales los Estados parte encausarán la educación de los niños, entre otras, inculcando en ellos el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como prepararlos para asumir una vida responsable en una sociedad libre e inculcarles un espíritu de paz, tolerancia, igualdad y solidaridad.
El fenómeno de la corrupción no es un fenómeno arraigado en la personalidad nata del ser humano, ni se trata de una cuestión cultural –como algunos erróneamente lo sostienen–. El ser humano no es corrupto por naturaleza; se trata de un agente social que corrompe ante la debilidad de los principios y valores de las personas y la debilidad de las instituciones. Un agente oportunista que, ante el menor resquicio jurídico o temporal, se hace presente y se enraiza en la medida que las personas lo integran a su habitual desarrollo.
Por ello, al reconocimiento de las debilidades institucionales y jurídicas del SNA, debe acompañarle la aceptación de que los esfuerzos hasta ahora encausados han tenido un sesgo hacia la parte reactiva contra los actos de corrupción. A pocos se les escapa la idea de que las medidas adoptadas como políticas públicas para una buena gobernanza sin corrupción, atiende con mayor preponderancia el factor preventivo sí, pero desde el ejercicio de la función pública.
«La prevención de la corrupción puede verse desde dos dimensiones: 1. Como un derecho humano al disfrute de un entorno de paz, seguridad, estabilidad y desarrollo personal, familiar y social, libre de corrupción; y 2. Como un elemento subjetivo, propio de la norma jurídica, que tiene por objeto establecer o propiciar los mecanismos institucionales para evitar que se actualicen o configuren los actos o conductas corruptas descritas en la legislación.”
De esta manera, parece necesario reencausar el estudio de políticas públicas en las que la prevención se convierta en un verdadero factor de cambio en el paradigma de atención al fenómeno de la corrupción. Poner énfasis en las tareas de educación anticorrupción para las niñas, niños y adolescentes, brindaría la oportunidad para que las futuras generaciones estén preparadas no sólo para asimilar los regímenes de gobierno que les toque vivir, sino para asumir con responsabilidad la práctica de la cultura de la legalidad, como un instrumento habitual en su desarrollo y para el efectivo disfrute del conjunto de sus derechos humanos.
[1] “Breves reflexiones sobre el concepto de corrupción”. Revista de Garantismo y Derechos Humanos, año 6, número 7, enero-junio de 2018, pp. 133-158. Disponible en: http://garantismoyderechoshumanos.com.mx/Articulos/cargaArticulo/20-P
[2] Actualmente las 32 entidades federativas del país cuentan con las adecuaciones constitucionales respectivas, así como con sus correspondientes leyes de los sistemas estatales anticorrupción. Información al 6 de septiembre de 2018, de acuerdo con el Observatorio para la Corrupción e Impunidad, de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2018. Disponible en: https://oci.juridicas.unam.mx/herramientas.
[3] Al 29 de octubre de 2018, fecha en que se termina de elaborar este artículo.
[4] Artículo 3o, párrafo segundo, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.