Las miles de personas que vieron a esos tres niños caminar durante años las calles de Cuautitlán, Estado de México, seguramente pensaban que habían salido de la escuela con una montaña de cuadernos a cuestas para hacer la tarea. Sus mochilas, con las caricaturas de moda y vistosos colores, lucían siempre llenas por la tarde, incluso demasiado pesadas para sus pequeñas espaldas.
Nadie habría podido saber que, en lugar de libros y lápices, en esas mochilas había cientos de dosis de cristal, un tipo de metanfetamina con un poder adictivo superior al de la cocaína y que por su bajo precio en las calles se ha convertido en una epidemia de adicciones y sobredosis en los barrios más pobres de país.
Los tres niños —dos niñas, un niño—, pertenecían a la misma familia. Sus padres se conocieron en un grupo de amigos de la colonia donde la mayoría había pasado algún tiempo en prisión por delitos contra la salud. Entre su círculo social es difícil distinguir quién es adicto a las drogas y quién es narcomenudista. Algunos son ambas cosas: venden droga solo para que nunca les falte en casa y venden lo restante para sobrevivir de pastilla en pastilla y de inyección en inyección.
Ese era el caso de A y B: los dos tenían antecedentes penales y una poderosa adicción. Sabían que, si los volvían a atrapar con droga en las manos, ya no saldrían de prisión tan fácil como antes. Enfrentarían décadas en una celda, donde el acceso a las drogas es más controlado, más caro y violento. Pero no querían dejar de vender, así que convirtieron a sus hijos (C niña de 6 años, R niña de 9 años y L niño de 11), en dealers en el violento Cuatitlán, uno de los municipios mexiquenses con más personas desaparecidas en la entidad.
Todas los días, papá y mamá se levantaban temprano para llenar las mochilas con droga, confiados en que ningún policía detendría a los niños para una revisión sin el consentimiento de la familia. Y así, retacadas de pequeñas rocas transparentes de metanfetaminas, mandaban a sus hijos a vender: C y R iban siempre juntas, L lo hacía por su cuenta, en zonas donde las autoridades han registrado varios casos de prostitución de menores de edad y pornografía infantil.
Cada día representaba un peligro mayor que el anterior: los tres caminaban por barriadas peligrosas, por callejones sin vigilancia, entraban a vecindades que esconden inconfesables delitos y en algunas ocasiones entraban a las casas de adictos desconocidos a concretar las ventas.
Al anochecer, debían regresar a casa con las mochilas livianas de droga, pero cargadas con billetes y monedas. Cada uno debía entregar una cuota mínima a sus padres, quienes habían pasado el día drogándose en el sillón. Si no lo hacían, les caía una cascada de insultos y golpes, que se intensificaban dependiendo de cuánta droga habían consumido sus padres.
El tiempo que C, R y L fueron niños forzados al narcomenudeo no es muy claro. Para la mayoría de los niños, el tiempo se divide en fines de semana para relajarse de la escuela o en años escolares. Para ellos tres, todos los días eran lo mismo; una peligrosa rutina que siempre los tuvo al borde de caer en alguna desgracia, de la que pocos niños que son obligados a vender droga sobreviven.
L fue quien acabó con eso. Tras un periodo incierto, a principios de 2019, decidió contarle a su abuela lo que sus padres les obligaban a hacer. En lugar de encubrir a su hijo y nuera, la abuela acudió a la Fiscalía General de Justicia del Estado de México con la esperanza puesta en que el ministerio público imputaría a los padres algún delito relacionado con drogas. Tal vez ya no podría salvar a A y B, pero estaba a tiempo de rescatar a sus nietos.
Se equivocó, pero para bien: el admirable ministerio público decidió ir por una ruta jurídica poco explorada, pero que daba más oportunidad para que los padres de esos niños no volvieran a las calles: en lugar de imputarles delitos contra la salud, que tienen una alta probabilidad de poner a los culpables en libertad al poco tiempo de su encarcelamiento, la fiscalía imputó a A y B por trata de personas, algo excepcional en el país.
Gracias a su conocimiento de la actual Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas, el ministerio público eligió usar el artículo 10, fracción VII de dicha ley, que establece que incurre en el delito de trata de personas quien use a personas menores de edad en actividades delictivas.
Quince artículos más abajo, en el 25, se establece la pena: hasta 20 años de prisión y 20 mil días de multa para quien utilice a personas menores de 18 años en actividades delictivas señaladas en el artículo 2 de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, tales como los delitos contra la salud en su modalidad de narcomenudeo, previstos en los artículo 475 y 476 de la Ley General de Salud.
Más aún, la sanción puede subir considerablemente para los culpables: según el artículo 42, las penas pueden aumentar hasta en una mitad cuando exista una relación familiar por consanguinidad o civil hasta en tercer grado entre el victimario y la víctima, el delito ponga en peligro la vida de la víctima deliberadamente o se utilice la violencia o la intimidación.
Se trató de una jugada legal maravillosamente pensada: en México, quienes han sido sentenciados por la actual ley antitrata no recuperan su libertad anticipadamente, como sucede con otros delitos. La norma es tan dura para los tratantes que la llave que cierra sus celdas no la vuelve abrir hasta 30 años después o más. Ese tipo penal asegura que A y B no vuelvan a poner en peligro a sus hijos y los verán, acaso, hasta que sean adultos con las riendas de sus vidas en las manos.
Aunque la ley fue promulgada en el Diario Oficial de la Federación en junio de 2012, pocas veces se usa ese recurso legal. La cultura adultocéntrica que aún prevalece en el país ha hecho que durante años nos hayamos acostumbrado a que capos del crimen organizado, autodefensas de dudosos financiamientos, líderes de pandillas y familias sin escrúpulos obliguen a niños a cometer delitos y se les juzgue por innumerables faltas, menos por el uso ilícito de menores de edad.
Este caso ha sido distinto. La ley no va a castigar solamente la compra-venta de una sustancia prohibida o el trasiego de objetos que no sienten dolor ni angustia, sino el maltrato a la vida de tres niños a quienes se les puso en un peligro incomprensible. Es darle a la protección de la vida un valor supremo por encima de la transacción comercial.
En Comisión Unidos Vs. la Trata nos da esperanza el hecho de que la fiscalía de EDOMEX haya usado la actual Ley General antitrata como un instrumento poderoso de protección para C, R y L, pues anima a más abogados, ministerios públicos y jueces a que usen el marco legal vigente para castigar a quienes ponen en peligro a nuestra infancia.
Es urgente que quienes están en la primera línea de batalla para defender a las víctimas, conozcan los alcances de una ley como la mexicana, que ha sido elogiada por su solidez alrededor del mundo. Es nuestro instrumento para hacer frente a una delincuencia organizada en el país, que no tiene vergüenza en integrar a sus filas entre 30 y 35 mil menores de edad cada año, de acuerdo con cifras de la Red por los Derechos de la Infancia.
Ese reclutamiento forzado es la causa de otra de nuestras más grandes tragedias nacionales: al día, entre 3 y 4 niñas y niños son asesinados en medio de un conflicto entre cárteles, grupos delictivos, células criminales y familias dedicadas a alimentar los mercados negros. En la mayoría de los casos, esos menores inocentes pierden la vida porque han sido obligados a vender droga o a vender sus cuerpos, con tal de aceitar las ganancias de adultos que así mantienen su adicción a los narcóticos, al dinero o a un poder cobarde y finito.
Actualmente, el caso contra A y B sigue en un proceso judicial. Sin embargo, quienes seguimos con atención el futuro de C, R y L nos mantenemos optimistas sobre el desenlace de esta trama. En la mesa están todos los elementos para lograr una condena larga y pesada sobre los victimarios y también la protección, el acompañamiento, la asesoría psicológica y educativa de los niños que cargaban pesadas mochilas en su espalda.
Nuestra esperanza no solo está puesta en la actuación consecuente de la Fiscalía General de Justicia del Estado de México, sino en el solidario acompañamiento de la sociedad civil que no dejará solos a C, R y L en su camino, rumbo a una larga, pero satisfactoria recuperación.
Como país estamos obligados a quitarle ese peso injusto a esas dos niñas maravillosas y ese niño valiente que habló por sus hermanas. Estamos llamados a garantizar que la próxima vez que sus mochilas estén llenas, sea de cuadernos, libros y alimentos que los nutran en el recreo de su escuela.
Que la siguiente vez que miles de personas vean a esos tres niños caminar las calles de Cuautitlán, Estado de México, con las espaldas cargadas, sea porque traen a cuestas sus sueños y un futuro brillante construido entre todas y todos.
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